Monday, April 17, 2006

El fútbol, el entusiasmo y el juego.


A propósito de unos dichos del profesor Hernández.



“Jamás un golpe de dados abolirá el azar.”
(Stéphane Mallarmé)



Era un domingo anochecido, una tarde fría y mal iluminada. Sentado en mi cama con la televisión encendida, viendo y escuchando a los panelistas de “hora de hablar”, en especial las palabras que el profesor Hernández repetía una y otra vez, con el mismo ímpetu que lo hace una madre tejiendo un chaleco para su hijito muerto. Aquel domingo católica había derrotado en definición a penales a una U que había explotado en un desenfrenado segundo tiempo. La católica salía campeón del clausura, y la U dejaba en el lenguaje del viento un segundo tiempo que casi se trasformó en hazaña. Pero los dados dijeron otra cosa. Y el profesor Hernández abordó el tema con la imparcialidad que se refleja en los ojos de un científico del siglo XIX. Otros panelistas hablaban del repunte casi milagroso que una desordenada Universidad de Chile mostró en el segundo tiempo. Pero Hernández, tozudo como un borracho que quiere un último vaso, habló una y otra vez de la injusticia que hubiese significado la derrota de católica, y por ende, la obtención del titulo por parte de una Universidad de Chile producto sólo de un segundo tiempo. Claro, nadie puede rechazar aquella tesis del profesor. Sin embargo, fundar en la estadística un juego, creo, es una contradicción que no tiene lugar, si es que el juego aparece siendo como tal. Si reclamamos en nombre de la justicia los resultados finales, es decir, en una verdad abalada por los promedios innegables, estamos renegando del entusiasmo jovial que nos embarga cada tarde en el estadio. Hernández, y no sólo él por supuesto, busca una moral del juego, un sentido afincado en lo que debería ser que resta incertidumbre a cada elección que hace un jugador en la cancha, que si pasa el balón al instante de recibirlo, si intenta una jugada personal, si agarra o no al delantero que se va solo rumbo al arco, si responde el manotazo que le acaba de dar el defensa cuando el arbitro está desconcentrado, si festeja el gol que le acaba de hacer a su ex equipo, etc, etc, etc. Ejemplos de este tipo hay por montones. Y en la misma cotidianidad. Parejas intachables repartidas por la tierra húmeda víctimas de un huracán, proyectos de inminente final con resultados catastróficos. Cómo también acontecimientos casi fortuitos que cambian el curso de nuestra vida, como pude ser el milagro de un amor, los accidentes y la enfermedad. En este mismo sentido, R. L Stevenson escribió; “Cada segundo es un precipicio si se piensa en ellos; un precipicio de una milla de altura; lo bastante alto para destruir, si caemos, hasta nuestra última traza de humanidad.” Sin embargo Hernández busca no se donde justificar el juego en la justicia, en la verdad, en el bien que regula los sucesos aquí en la tierra. Busca, en otras palabras, fundar lo insondable del instante en una ordenación moral. Pero, si nos sentamos una fría tarde a ver un partido de fútbol, en un estadio repleto o con la atmósfera del vacío, sin saber de favoritismos, pronósticos y resultados, lo que quizás veamos será el despliegue del abismo del azar, de lo fortuito y des-fundado. Veremos las elecciones esparcidas por el campo no afirmándose en la justicia ni en nada parecido, sino sobre los finos lazos de la accidentalidad, de aquello otro que nos alimenta y nos ve sin ser visto. Veremos el juego y el entusiasmo de no saber el final, con la incertidumbre de no participar siquiera, como hincha, en las decisiones que traen los minutos de partido. Veremos la embriaguez de la pérdida de todas las certezas, de todas las ilusiones de justicia, verdad y bien. Un corner y un fallo del portero, y el resultado que escupe sorpresas. Una llamada de celular y un automóvil que da vueltas sobre un paradero donde esperaba micro un padre y su pequeña hija. Experimentaremos la incertidumbre de entrar a una manifestación del juego de la vida ( que dura 1 hora y treinta minutos) donde, entremedio de una serie de reglas preconcebidas, el resultado final se esconde de los ojos más perspicaces, donde el hincha, el jugador y/o el entrenador guardan el miedo silencioso de lo oscuro del abismo que no puede humanamente ser alumbrado, pero sobre el cual caminamos hasta toparnos con el abrazo súbito del agudo pitazo final, pitazo que en nuestra vida irrumpe en el instante más propio y más silencioso de la noche.

Luis Felipe Oyarzún Montes

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